martes, 23 de julio de 2013

I

Nos encontramos y nos raptamos.
 Me dabas la mano, caminábamos sobre yerba verde y amarilla, arcilla y espigas. 
Algo me picó: un aguijón indoloro, y sujetaste mi brazo, lo levantabas (tan ligero) poniéndolo a la altura de mis ojos para mostrarme que sólo era una semilla de belleza, una pluma de pájaro que se introducía en mi piel, o una planta. Se quedó allí. Lo contemplamos.
Había dos caminos, aunque entonces lo ignorásemos, y discurrían paralelos. Estaban todos con nosotros. Él delante, marcando el paso y el rumbo. Los demás agrupados al fondo. Tú y yo en el medio, les veíamos desde el  camino más alto y  estrecho. Me dabas la mano, y qué tibia era. Cómo me templaba el alma.  Cada pequeño cambio en la presión que ejercías, me indicaba por dónde seguir. Cada vez, el sendero era más estrecho y más inclinado, pero disfrutábamos de nuestro paseo y no sentíamos peligro. Como dos amigos borrachos volviendo a casa, sinceros, para los que un tropiezo sólo es risa o llanto.
Al final había una pequeña rampa por la que yo, soltándote, bajaba rápidamente porque así es como se bajan las cuestas. Ójala me siguieras. Él no me daba la mano, sujetaba mi cintura.  Empezaron a pesarme las piernas. Si me daba la vuelta…
 Sonreí la pena y disfracé la culpa.

Era una tarde de verano y creo que al final del camino nos esperaba una catedral. Todos disfrutaban con la piedra, y yo deseaba quedarme ciega con sus reflejos dorados, para no verme nunca más. 

II

Los besos en las rodillas. 
Tú de rodillas, 
yo sólo rodillas y piernas y pies,
 todo lo demás no está, me he ido.

Desde las rodillas hacia arriba    
                                                              me
                                                                                he

                                                                                                esfumado. 

III 

Quería sorprenderte, que me encontraras deambulando entre los objetos más raros y poder contarte cosas sobre ellos. Te acercaste y seleccionaste uno. Empecé a recitarte sus secretos, aprendidos de memoria. Me mirabas y tenías esa sonrisa de saber que, en realidad, los míos los estaba callando. Me mirabas como miran los padres a sus hijos cuando mienten, pero es una mentira divertida. Yo a ti te miraba hacia arriba, desde abajo. 
Qué mas da lo que expliqué, al fin y al cabo, si mi voz se oía rara, si esa no es mi voz. 
En realidad las palabras me temblaban en la  boca porque el corazón me latía muy deprisa. Qué avidez de decirte, de descubrirte cómo se construyeron los objetos más raros. Si te digo la verdad, cómo me gusta hacer trampas y mirarte  desde arriba, hacia abajo.

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