domingo, 4 de agosto de 2013

¿Recuerdas cuando eras pequeño y alguien más grande que tú, te colocaba sobre sus pies y caminaba contigo, sujeto, sobre ellos? Mis primas mayores jugaban a eso conmigo. Me decían: " A sus órdenes señorita, soy el robot  de las patas largas. ¿A dónde quiere ir?". Y daban pasos muy amplios, enormes zancadas que eran como volar o por lo menos como saltar edificios. Casi siempre me caía muerta de risa, incapaz de mantener el equilibrio por la emoción. Era un juego muy parecido al de ser un avión.

Estábamos en aquel desván oscuro y lleno de polvo iluminado sólo por una breve luz azul. Había también una mesa con plásticos pegajosos cubriéndola.  Todo indicaba que allí había tenido lugar una fiesta. Y nosotros éramos parte de los residuos. Caminábamos a la vez, nos movíamos acompasados conmigo sobre tus pies,  los de ambos sin zapatos, mientras me sujetabas. Girábamos a un ritmo regular por ese sitio. El suelo era de una madera muy vieja y había pelusas. Recuerdo como las astillas se enganchaban en mis calcetines, aunque no sé porqué las notaba, si caminaba sobre tus pies agarrando tus manos, con los brazos extendidos paralelos a los cuerpos. Era una danza rara, y pese a la dificultad que debería implicar aquello lo hacíamos ligeros y con naturalidad.  Alguna vez me sujetaste por la cintura, pero poco. Bailábamos extrañamente por aquel suelo miserable. Y él (tú) observabas todo tranquilo, actitud neutral. 
Allí olía a urbe mojada. Corría el aire caliente de los sistemas de ventilación artificial. 
Éramos todos un poco transparentes, capas de papel cebolla superpuestas.  Y de rato en rato murmurabas tan cerca, aunque no te esforzabas demasiado y no podía entenderte. Creo que esas palabras en forma de humedad, desvaneciéndose en mi pelo, contenían la certidumbre de lo imposible. Yo entonces mantenía la cabeza agachada, sólo miraba el suelo. Me sentía como un furtivo al hacerlo de frente. Pero siempre, durante todo el tiempo que aquello duró, me encontré a gusto con el movimiento. Arrullada. 
Regresé.

Desde entonces, camino levemente porque el suelo de aquí es firme, sin imperfecciones. No hay astillas camufladas que puedan herirme. Pero yo prefiero no pisarlo, no me fío de su apariencia segura. No me fío porque está tan limpio que rechaza mis huellas. El frescor de pino vuelca sus agujas por mi garganta. Así no se puede hablar.
Nuestros cuerpos han vuelto a ser de carne, tan herméticos como cualquier otro. Nos movemos autónomos por este espacio más limpio y más confortable, sin posibilidad de errores en nuestra trayectoria. Fue difícil acostumbrarse a tanta luz de nuevo. Una cegadora claridad mató todas las sombras, lloré un poco… Aquí mantenemos la distancia suficiente para que nuestras palabras lleguen a su destino secas y enteras. Si no hay garantías de que vaya a ser así, callamos. O les buscamos otro destinatario. Al menos yo. 

No sé cómo llegamos a aquel desván, por eso no puedo encontrarlo. Pero si alguna vez regresamos no voy a marcharme. Aceptaré el misterio sin hacer preguntas. Nos quedaremos. O puede que me abandonéis, como venganza o justicia, decepcionados de mi pero orgullosos de vosotros mismos. Me gustaría que eso no lo hicierais (no lo hagas).

Voy a colocar muy despacio mis pies sobre los tuyos.

Voy a mirarte de frente.

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